La obsolescencia programada es un hecho. Aunque a muchos les beneficie que pensemos en ella como en una más de tantas teorías de la conspiración que corren por las redes, lo cierto es que la obsolescencia programada es algo tangible y constatable. Así quedó demostrado tras el estreno en 2011 del documental de Televisión Española Comprar, tirar, comprar. La historia secreta de la obsolescencia programada, dirigido por la realizadora y guionista alemana Cosima Dannoritzer. Una pieza esclarecedora sobre el nivel de mediocridad que puede llegar a alcanzar el ser humano y sobre la farsa que supone la sociedad de consumo actual. La sensación tras el visionado del documental es certera e inconfundible y puede resumirse de forma increíblemente precisa con un meme: “EMOSIDO ENGAÑADO”. En este artículo nos acercaremos al fenómeno de la obsolescencia programada, con la intención de entender la motivación que hay detrás de su existencia, así como para ver alternativas para combatirla.
La obsolescencia programada es la filosofía que motiva el diseño, la producción y la venta de productos cuya vida útil viene limitada deliberadamente por los fabricantes. De esta manera, tras alcanzar la “fecha de caducidad” marcada por la compañías, los productos dejan de funcionar o lo hacen de manera muy mermada o limitada. El objetivo es generar de nuevo la necesidad de compra del producto entre los consumidores en un momento mucho anterior al que sería realmente necesario. Así, se acelera el ritmo de los ciclos de compra y se aumentan los ingresos de las empresas vendedoras.
Cualquiera que haya sido niño entre las décadas de los 80 y los 90 en España puede tener una prueba empírica de la existencia de la obsolescencia programada. Seguro que muchas y muchos de nosotros nos compramos unas zapatillas deportivas sin estar demasiado convencidos. Para nuestra desgracia, el resto de chavales de la clase empezaba a llevar modelos más atractivos y mucho más deseables que nuestras zapatillas. El pensamiento que se nos pasaba por la cabeza era sencillo y lógico: “Cuando se me estropeen estas zapatillas, me compraré las que me gustan”. Sin embargo, pasaba el tiempo y las zapatillas no se rompían —algunos modelos de J’hayber parecían indestructibles—. Entonces, introducíamos un nuevo elemento en el pensamiento anterior: “Voy a tratar lo peor posible mis zapatillas para que se estropeen antes y así poder comprar unas nuevas”. Luego ejecutaríamos o no el plan, en función del respeto que tuviésemos por el dinero de nuestros padres.
Esta experiencia de infancia encierra dos planteamientos que sirven para explicar el fenómeno de la obsolescencia programada. El primero es el de destruir un bien prematuramente, con el único objetivo de motivar una nueva compra difícilmente justificable de otra manera. Y el segundo, la inserción del deseo de compra de un bien, no atendiendo a la necesidad real, sino a un valor simbólico e ilusorio: el bien ya no es un bien en sí mismo, sino un símbolo de estatus, una proyección de los valores a los que queremos que se nos asocie.
Estos dos planteamientos funcionan en la actualidad de manera combinada, alentados, por un lado, por el deseo personal de alcanzar las metas aspiracionales que nos muestran las diferentes manifestaciones culturales de la sociedad de consumo: principalmente la publicidad, pero también el cine, las series, los artistas y músicos de referencia, los influencers y redes sociales en general, etc. Y por otro lado, por el afán de los diferentes agentes económicos de perseguir un crecimiento económico constante. Empresas, gobiernos y demás instituciones, obsesionadas por aumentar los números de ganancias, sin tener en cuenta que este modelo productivo es dañino y limitado.
¿Hay pruebas de la existencia de la obsolescencia programada? Sí, las hay. Basta con fijarse en algunos de los casos recogidos por el documental de Cosima Dannoritzer, como las medias de nylon irrompibles fabricadas por Dupont en 1941 o el pacto firmado por las principales compañías fabricantes de bombillas incandescentes (Osram, Phillips, General Electrics…) en 1924, en el que acordaban limitar la vida útil de sus bombillas a 1.000 horas, cuando en ese momento ya podían superar las 2.500 horas de vida.
Y es que es así como debemos pensar en la obsolescencia programada, no como algo abstracto o inseguro, sino como una práctica concreta y sistematizada, acordada por los fabricantes de los productos que consumimos, con el único objetivo de ganar dinero, sin tener en cuenta el perjuicio económico que ello supone ni el daño que causan al medio ambiente. La obsolescencia programada es el efecto de la tecnología y el conocimiento puestos al servicio de la mediocridad. La tecnología y el conocimiento al servicio del capitalismo.
La práctica de la obsolescencia programada, y de la estimulación de un consumo descontrolado en general, traen consigo dos problemas de vital importancia.
El primero de ellos es un problema económico y de supervivencia que tiene que ver con la limitación de los recursos naturales del planeta. El sistema económico actual solo atiende a estimular el crecimiento económico, pero no se preocupa de su sostenibilidad, ni de las consecuencias que este modelo económico tiene para los habitantes del planeta (personas, animales, plantas y el resto de seres vivos), ni para el planeta en sí mismo. Cada producto que se fabrica en el mundo consume una serie de recursos naturales: metales, minerales, aire, agua, etc. ¿Qué pasará cuando estos recursos se agoten? ¿Cómo conseguiremos mantener los niveles de crecimiento económico si es un hecho que los recursos del planeta son finitos? Más allá de las inclinaciones políticas de cada uno, el agotamiento del modelo económico planteado por el capitalismo de la sociedad de consumo actual es un hecho palpable.
El segundo problema es el que plantea el ritmo desmedido de generación de residuos que conlleva el modelo anterior. Cada móvil, televisión o frigorífico que fabricamos y vendemos, en algún momento se convertirá en un residuo. ¿Qué hacemos con toda la basura electrónica que generamos en Occidente? En la mayoría de los casos esa basura se exporta a países pobres, con legislaciones extremadamente laxas o inexistentes en materia de tratamiento de residuos. Hace unos años, China e India acogían el 70 % de los 50 millones de toneladas de basura electrónica que se generaban anualmente en todo el mundo. Estos países han cerrado sus puertas y en la actualidad la mayor parte de los residuos electrónicos acaban en países como Ghana, donde podemos encontrar el mayor vertedero electrónico del mundo en la ciudad de Accra, o Pakistán. El tratamiento que se da a los residuos electrónicos en estos países es inexistente. En la mayor parte de los casos, son jóvenes e incluso niños, sin protección de ningún tipo los que se encargan de quemar al aire libre los electrodomésticos. Lo hacen con el fin de extraer algunos metales como cobre o aluminio, para ganar algo de dinero con su venta. Entretanto, están expuestos al efecto de materiales peligrosos, como químicos de todo tipo, metales pesados o sustancias como las dioxinas cloradas, altamente cancerígenas. Además de las enfermedades y los riesgos para la salud a los que están expuestos estos trabajadores y el resto de la población de estos “países vertedero”, hay que tener en cuenta también los problemas de contaminación y el perjuicio para el medio ambiente que genera este deficiente sistema de tratamiento de los residuos.
Cabe destacar que la exportación de estos residuos electrónicos a países pobres se hace con el beneplácito de la mayoría de países desarrollados. Estados Unidos, por ejemplo, aprueba la exportación de basura electrónica en su legislación. La Unión Europea, por su parte, no admite la exportación de estos residuos. Sin embargo, con un sencillo cambio de etiquetado, las empresas hacen pasar los contenedores con residuos como mercancía de segunda mano, con lo que en la práctica, Europa también contribuye a nutrir estos vertederos descontrolados.
La responsabilidad de los problemas que plantea la obsolescencia programada es compartida por toda la sociedad en su conjunto. Así pues, las medidas a tomar para combatirla deben ser adoptadas desde diferentes ámbitos: desde los consumidores finales, desde las empresas productoras y desde los gobiernos e instituciones.
Como consumidores, debemos informarnos, concienciarnos sobre el problema y exigir a gobiernos y empresas que se regule adecuadamente la producción de bienes de consumo y el tratamiento de residuos. También debemos frenar nuestro ritmo de compra y consumir solo cuando sea estrictamente necesario. Si no hay demanda, no hay producción. Si compramos solo productos duraderos y primamos la calidad por encima del precio, dejarán de fabricarse productos de baja calidad diseñados para durar poco.
Desde las empresas productoras debe cambiarse radicalmente la filosofía desde la que orientan sus negocios. Las empresas no son entes extraterrestres que funcionan de forma autónoma a los seres humanos. Las empresas están dirigidas por personas. Estas personas deben entender que tienen una responsabilidad con el resto de ciudadanos del mundo y con el cuidado del planeta. El criterio económico no puede estar por encima de esta responsabilidad. ¿A quién le venderán sus productos cuando ya no quede nadie?
Desde gobiernos e instituciones se debe hacer un trabajo de divulgación sobre la problemática que plantea la obsolescencia programada. Pero, sobre todo, se debe dejar de ignorar el problema y se debe legislar. En la mayoría de los países de la Unión Europea no existe una legislación específica sobre la obsolescencia programada. Francia es el único país de la Unión Europea en el que se ha creado una legislación adecuada a este problema, dentro de la protección de los derechos de los consumidores. Este país contempla penas de prisión de 2 años y multas desde 300.000 € hasta el 5 % de la facturación media anual de las empresas que diseñen y produzcan bienes de consumos preparados para dejar de funcionar o hacerlo de forma limitada. En 2018, Italia sancionó a Apple, con una multa de 10 millones de euros, y a Samsung, con 5 millones de euros, por estos mismos motivos. Este debe ser el papel de los gobiernos y la dirección a seguir en el tema de la obsolescencia programada: crear un marco legal que proteja el interés general sobre los intereses económicos de las compañías fabricantes. Así, además de las medidas sancionadoras, deberían instaurarse otras medidas, como la creación de una normativa por la cual se obligue a las empresas a informar adecuadamente de la duración de sus productos, la obligación a que los productos se diseñen para poder ser reparados, la ampliación de los períodos de garantía, etc.
La obsolescencia programada es un hecho. De nosotros depende que esté aquí para quedarse o que le pongamos, entre todos, fecha de caducidad.
Foto portada: Ryan McGuire
La movilidad eléctrica representa uno de los avances más significativos y prometedores en el ámbito…
En el dinámico y a veces impredecible teatro de la vida, el cuidado de la…
En un mundo cada vez más consciente del impacto ambiental de nuestras acciones, el concepto…
La escasez de agua en España es una realidad cada vez más preocupante que requiere…
El orégano, más conocido por su uso en la cocina, especialmente en platos italianos, tiene…
La pizza es un alimento universalmente amado. Ya sea que optes por una clásica margarita,…
Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar tu accesibilidad, personalizar, analizar tu navegación, así como para mostrar publicidad y anuncios basados en tus intereses.
Política de Cookies